De J. M. Santiago Castelo

ELEGÍA PARA UN HOMBRE HONESTO
José Miguel Santiago Castelo

(Publicado en el libro QUILOMBO, EDITORIAL POINT DE LUNETTES, Sevilla 2008)

Con Fernando Tomás Pérez González, en la Habana

Sed buenos y no más, sed lo que he sido entre vosotros: alma.
Antonio Machado

 

RECUERDO AHORA los versos de Cernuda:
"Las palabras de otros
el mito involuntarias tejen
de un existir cuando ya ausente o ido".
Me suben las palabras, se clavan en mis dientes,
mientras esa dulce turbiedad del verano
amanece en silencio y al fondo de la sala
se perfila tu sombra otra vez a mi lado.
¡Cuántas veces tu sombra, tu palabra, tu gesto!
Verás, Fernando, hermano, yo no puedo creerme
eso de que te has muerto,
que en sangre de ciprés santamartense
te me has estilizado. No, no puedo creerlo.
Estás aquí y ahora, tan discreto y puntual
como siempre, con un libro en las manos.
Y hoy, como otras veces, vamos de nuevo
a hilarnos la memoria. ¡Toda la vida juntos!
Engendrados los dos allí, en la Granja, a la sombra
de una torre de sueños que nos hacía más fuertes.
Nuestros padres, amigos... No, la memoria, no...
Al pronto se deshace la realidad y todo
se nos vuelve confuso envuelto en una lágrima.

TORNEMOS a La Habana.
Como en aquel febrero de libros y canciones
volvamos a la suave cadencia de las palmas
y aquí sí que nos cabe entera la memoria.
Todo lo analizamos, todo lo recorrimos
- la senda de tus padres, tus hermanos, caminos
por todos los rincones del encinar... Tus hijos,
perfil de tus ensueños escrutando el futuro,
y esa pasión serena de Susi a cada instante-.
¡Qué largos son los días en La Habana! ¡Qué forma
tiene aquí la memoria de hacerse con los gestos!
Y de pronto encontrábamos raíces compartidas
y era otra vez la vida y otra vuelta al recuerdo.
Y los libros, los libros circundándolo todo,
ah, los humildes libros de hojas abarquilladas
y los tomos cubiertos de una piel desvaída,
tejuelos de otras horas de esplendor y opulencia.
Aquellos lances fuertes en la Plaza de Armas
y tras los regateos la suerte victoriosa
y el libro se acunaba feliz sobre tu pecho.
Aquellas caminatas hasta Guanabacoa.
Noches de luna llena en el Parque Central
y ese frío en los huesos que deja La Cabaña
con sus libros en feria y su historia de muerte...
Aquella mediodía charlando con Landero,
recorriendo el despacho que había sido del Che
y esas incongruencias de su uniforme verde,
la pistola que nunca se enfriaba y ahora
esa efigie tatuada por dólares rampantes.
Y aquellas nubes grandes, inmensas, de colores
que llenaban de malvas y rosa el Malecón...
Daba tiempo de todo. Hasta de ir al teatro
y, luego, en la alta noche, con un ron a la roca,
seguir abriendo sueños dulcificando adioses.
Por eso aquel agosto -también al mediodía-
yo no podía creerme lo que estaba pasando:
la cal y los cipreses llenaban Santa Marta
y el cielo tenía el mismo azul que allá en La Habana.
Estás aquí y ahora, Fernando del buen nombre,
el hombre más honesto que yo haya conocido...
Amanece en agosto y aunque no lo esperábamos
está tronando. El agua quiere ser tropical.
Este es el homenaje que te brindan las nubes,
las mismas que miraste en tus días habaneros
cuando tanta esperanza cabía por tus ojos...
Yo te sigo buscando, pero el viento te borra
y la lluvia se mete desnuda al corazón.